Revista de Premsa

 

EL PAÍS

17-03-2005

¿Derecho a elegir escuela?

 

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

El Departamento de Educación de la Generalitat ha advertido de que no tolerará fraudes en los procesos de preinscripción del próximo curso escolar, que se iniciarán el 4 de abril. Ha ido siendo habitual que algunas familias procedieran a modificar el empadronamiento de los hijos que pretendían acceder a una determinada escuela, utilizando el domicilio de algún amigo o pariente, para conseguir así los puntos extras que concede la Generalitat por razón de la proximidad del domicilio familiar a la escuela elegida. Al margen de la operatividad mayor o menor de las cautelas adoptadas al respecto, lo cierto es que el tema de fondo que se dirime es el del derecho de las familias a escoger el centro educativo entre los financiados con fondos públicos. Nadie duda de que entre los centros educativos disponibles existen diferencias significativas. Y lo curioso es que esas diferencias no se detectan a partir de datos objetivos que estén a disposición de los familiares. Es un conjunto de señales, habladurías y experiencias previas, propias o ajenas, que conducen a decantarse por determinadas opciones. Pero radio macuto funciona, y de qué manera. Algunos institutos de secundaria de la ciudad colindantes, por poner un simple ejemplo, logran niveles de aceptación muy distintos entre sus potenciales clientelas al abrir las matrículas de primero de ESO.

La cuestión es, sin duda, muy significativa para muchas familias que creen que se están jugando el futuro de sus hijos al tratar de conseguir una plaza en una determinada escuela. Y ante ello la experiencia nos dice que vale todo. Incluso forzar la legalidad. Curiosamente, muchas investigaciones han señalado que el impacto final sobre los niveles educativos de los alumnos en razón del centro escogido es mucho menos significativo de lo que podríamos imaginar. Resulta más importante la capacidad de seguimiento y colaboración de las familias en los procesos formativos y las interacciones entre los propios estudiantes del centro. Pero es evidente que, en las opciones que toman las familias, la calidad educativa en muchos casos se da por supuesta y se juega con otras variables, como el prestigio social del centro, el grado de homogeneidad de los alumnos, la sensación de control y de responsabilidad por parte de la dirección del centro y los servicios complementarios que se ofrecen.

En los últimos años se ha ido acentuando la presión social de los sectores mejor situados (desde el punto de vista económico y desde el punto de vista de disponer de informaciones relevantes sobre el sistema educativo) para que se les permita moverse con libertad de elección por el sistema financiado con fondos públicos. Es probable que el aumento de la sensación de incertidumbre y de inseguridad, tanto personal como social, a partir de los procesos de cambio económico, de estancamiento o crisis de las posiciones sociales tradicionales, y de los riesgos de movilidad descendente, haya influido en ello. Este conjunto de factores ha ido generando posiciones más cerradas de los que tratan de defender y proteger su estatus y el de sus descendientes mediante la adquisición de credenciales formativas. Lo que implica más presión para escoger el centro escolar, dejando muchas veces en segundo lugar la idea de la igualdad de oportunidades para todo el mundo. En muchos países eso ha comportado que la disyuntiva se plantee de la siguiente manera: o bien se nos asegura nuestro derecho a escoger lo que creemos mejor para nuestros hijos dentro del sistema educativo público, o abandonaremos ese sistema y entonces el sistema público quedará como el único refugio posible para los que carecen de otra opción. Al margen de tratar de evitar la picaresca, la única vacuna para ello es la mejora de la calidad global del sistema.

En este debate, es importante destacar que no se puede hablar genéricamente de familias. Los padres y madres parten de niveles de información diferentes, y también llegan a las escuelas con necesidades que no son idénticas. Y eso aún es más evidente si entendemos que muchas veces no son las familias los que eligen escuela, sino la escuela la que acaba eligiendo a los alumnos que prefiere. Una de las mayores falacias en la tendencia a situar la educación en un régimen de mercado y de competencia es creer que las escuelas pueden llegar a un nivel similar de rendimiento y, por tanto, competir entre ellas de modo satisfactorio, al margen de los alumnos que acaban aceptando. Lo que ocurre es que, si se aplican criterios de competencia entre escuelas, sin tener en cuenta otros elementos, el resultado será una clara polarización social y escolar, y una tendencia a criterios de selección adversa por parte de las escuelas que tienen la capacidad de elegir los alumnos que quieren. Y al final, alterando el principio de igualdad de oportunidades, tendremos estructuras sociales descompensadas y con significativos niveles de exclusión más o menos enquistados. En definitiva, el problema es que la estructura social cuenta a la hora de usar los mecanismos de mercado, y la gente no llega con igualdad de condiciones en el momento de usar la información y de jugar sus opciones, y por tanto en la práctica estos mecanismos de mercado lo que provocan es un aumento de las desigualdades.

El derecho a elegir (que es en parte positivo, ya que demuestra interés por determinados proyectos educativos y premia a los colectivos de profesores que se esfuerzan para mejorar lo que hacen y su capacidad de servicio) debe estar contrapesado por la consecución del objetivo, que entendemos prioritario, de la equidad de acceso al sistema educativo financiado con fondos públicos. Para ello será imprescindible, en la línea que ya se avanza (Pacto Nacional por la Educación), una mayor imbricación entre servicios territoriales de la Generalitat y ayuntamientos, a través de las oficinas municipales de escolarización, con el fin de asegurar políticas de reserva de plazas para afrontar la constante llegada durante el curso de nuevos alumnos, zonificación escolar (determinante para el establecimiento de baremos y distribución de alumnos) y más recursos para determinados centros. Lo que deberíamos conseguir es que el derecho a elegir un determinado centro fuera menos decisivo, al garantizar niveles similares de calidad de los centros educativos financiados con fondos publicos en el conjunto del sistema educativo catalán. Y para ello es necesario entender que la ciudadanía no sólo puede expresar sus derechos votando con los pies (como si de una simple cuestion de elección de consumo se tratara), sino también expresando sus opiniones, haciendo oír su voz, influyendo en la marcha del sistema educativo que contribuye a financiar.

 

 

 

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